El otro árbol de Guernica (Ediciones Internacionales Universales páginas 220-222)
Cuatro días más tarde, mientras se dirigían a jugar a orillas del río – todos los chicos del «Fleury» iban en grupo y caminaban en aquel momento a la altura de la estación – pasaban unos aviones muy rápidos, volando muy bajo y volviendo a ocultarse entre las nubes y volando otra vez muy bajo. Todos los chicos del «Fleury» y Arsesti y los hombres y las mujeres del pueblo miraron hacia lo alto, con la mano a modo de visera, porque hacía sol, y vieron unas cruces raras, que las llamaban «cruces gamadas», pintadas sobre las alas de los aviones. Un hombre, desde el andén de la estación, gritó:
-Les voila, los boches!
Y nada más ver las cruces gamadas y oír la voz del hombre todo el mundo se tiró al suelo o fue corriendo a refugiarse en su casa. Santi estuvo temiendo oír de nuevo el ulular de la sirena o el ta-ta-ta-ta de la ametralladora o el «sssss» de las bombas en el aire; pero no hubo nada.
Tirado en el suelo, sobre los raíles de la vía férrea, junto a la barrera levantada, pensó: «Otra vez la guerra.» Otra vez aquella cosa terrible que era la guerra se presentaba ante sus ojos, y Santi no comprendía, no acababa de comprender por qué siempre, aquí y allá, a lo largo del tiempo y de la geografía, tenía que haber guerras. Era algo tan ilógico y cruel y brutal que despertaba no solamente la tristeza, su miedo y su odio, sino también su asombro, su perplejidad.
Volvieron pronto a Bruselas, pero ya no había paz ni júbilo en el «Fleury». Los hombres no jugaban a la pelota en la calle de al lado y el hospital parecía más melancólico y dolorido que nunca. Se celebró un desfile en la Calzada de Alsemberg y a todos los niños se les permitió presenciarlo desde el edificio de la dirección.
Entre los uniformes, los gritos, los aplausos de la muchedumbre, los cascos de los caballos y los himnos patrióticos – nunca se cantó tanto «La Brabanzona» en Bruselas como durante aquellos días – Santi vio a Monsieur Thibaud, su profesor de matemáticas, vestido de oficial, desfilando al mando de una compañía. Javier y Santi se miraron y creyeron oír nuevamente las canciones que desde los camiones cantaban los milicianos que iban al frente y los gritos de saludo y los aplausos que les dirigía el público desde las aceras. Sabían que después de los himnos y de las marchas militares vendrían los bombardeos, o acaso la ocupación nazi, que era lo que todos los belgas temían más. Vendrían también los refugios, los racionamientos y las listas con los nombres de los padres, los hermanos, los parientes y amigos caídos en el campo de batalla. Y Bélgica se vestiría de luto.